lunes, 25 de mayo de 2009

El paisaje de lo Imposible

Me despierto agitado. No veo luz a través de las rendijas de la persiana. Apago el despertador.
Es demasiado temprano para llamarla, así que me preparo unas tostadas y un café con leche. Me acosté hace dos horas, por eso no tengo ganas de ir al baño, reflexiono mientras la taza gira en el microondas. Abro la puerta del patio y salgo. Está oscuro y hace frío. Mucho más del esperado para ésta época del año.

Me siento y en ese mismo instante el cuerpo me tiembla en un fuerte escalofrío. Los músculos de la cara y el cuello pierden la tensión y la cabeza cede a la fuerza de gravedad. En un intento desesperado por erguirla, me pongo de pie golpeando con la rodilla la pata de la mesa, volcando el café. Consigo estabilizarme. Suena el celular en mi cuarto.

No había ningún cambio en lo planeado, sólo llamaba para corroborar que estuviera despierto y recordarme en tres oportunidades que no olvidara el bolso. Le dije que la amaba y corté.

Dudo si bañarme o no. Concluyo que no tiene mucho sentido. Abro el placard y tomo el bolso. Voy a dejarlo junto a la puerta. No lo recordaba tan pesado. Vuelvo a la cocina, me siento y enciendo un cigarrillo. Amanece.

Llego diez minutos antes de lo arreglado. Aunque desayuné una hora atrás, tengo hambre. Salgo del auto y compro un desayuno para llevar en el Mc Donalds.

Al salir, la veo caminando en dirección al auto, envuelta en su inflado camperón negro. Cruzo la calle.

Ella está histérica. Me dice que no pudo dormir nada, que le duele todo el cuerpo, que no era así como lo había imaginado. Me dice muchas otras cosas que no entiendo, pero tampoco le doy importancia. Es evidente lo que le pasa: tiene miedo.

Le recuerdo lo mucho que ansiamos hacerlo. La beso y le digo que yo también tengo miedo, que me tiemblan las manos, pero que a su vez siento una energía que nunca antes había sentido.

Me responde que no tiene miedo, que solo está nerviosa, que no pensaba cancelar nada y que el que tiene miedo soy yo. Le pregunto si no quiere desayunar en Mc Donalds.

Nos subimos al auto. Ella deja la cámara de fotos sobre la guantera y me pregunta donde está el bolso. Le respondo que en el asiento de atrás. Lo agarra y lo apoya sobre su falda. Me sorprende la facilidad con la que lo levanta.

Llegamos a Constitución ocho menos cuarto. Gente, gente y más gente. Pongo la baliza y freno el auto. Los dos nos quedamos en silencio, mirando a nuestro alrededor. Te dejo entre los dos árboles, le digo señalando la vereda de la estación. Contás hasta diez y volvés. Hasta diez, le repito. Ella asiente con la cabeza y abre el bolso. Arranco el auto y lo freno entre los dos árboles.

Saca la ametralladora del bolso, abre la puerta y baja. Sube a la vereda y grita "uno" y comienza a disparar. La primera ráfaga solo impacta a dos o tres. ¡Más abajo! grito desde el auto.

La segunda ráfaga es mucho más certera. Caen al piso de a decenas, mientras sigue contando, intercalando entre los números, gritos animales, indescriptibles. Siete, grita.

Manoteo nerviosamente la palanca de cambios. La paso de primera a punto muerto.

El cartucho se acaba cuando termina de gritar ocho. Mira el arma, aprieta el gatillo sistemáticamente pero nada pasa. ¡Vamos!, le grito. Ella no reacciona, sigue apuntando, intentando disparar, gritando desaforadamente y agitando la cabeza hacia los lados.

Bajo, la agarro de los brazos y de un fuerte empujón la siento en el auto y cierro la puerta. Tomo la cámara de fotos y encuadro el paisaje. Lunes, ocho de la mañana y ni un alma en Constitución.

jueves, 21 de mayo de 2009

Meta "morfosis" de sanwich - Los últimos días del perro

¿Qué hubiera pasado si esa mitad de sandwich que dejé apoyado en la mesada de la cocina, que no tenía ganas de comer, que con el paso de las horas iba a ir secándose y perdiendo absolutamente toda la magia que tiene un sanwich de miga bien fresco, la hubiera comido mi hermana o mi padre en lugar de mi perro?

Además de ser una pregunta demasiado larga, es una pregunta fácil de responder: absolutamente nada. Hubiera sido algo razonable. A mi esa otra mitad no me importaba y hasta hubiera tenido la ventaja de que probablemente quien acabara el sandwich, lavara el plato y me evitara la tarea. Pero no. El sandwich se lo comió el perro, que era bastante piola, pero nunca aprendió a lavar platos.

A paso firme, gritando el nombre del animal, me precipité furioso en el living.

Enterrado contra la pata del sillón, con las orejas caídas como si alguien tirara hacia abajo de las puntas, moviendo la cola enérgicamente, me miró mi perro.

"Que hiciste, la puta que te parió", recuerdo haberme expresado, dirigiendo un golpe que hizo que la trompa del animal rebotara contra el canto de la biselada pata del sillón y volviera a mi mano. En el momento el perro no emitió sonido alguno. Un segundo después me gruñó. "A mi no me gruñís" grité exasperado. El perro volvió a gruñirme, le pegué en dirección contraria a la pata del sillón, ya que mi intención era solo asustarlo pero no lastimarlo... llamativamente su actitud era la misma que la mía: mi perro no quería morderme, solo asustarme. Y ahí el que se asustó fuí yo.

"Porqué me pegás si ese sanguche no se lo iba a comer nadie", imaginé que me decía. Automáticamente recordé una idea que escuché alguna vez acerca de que el perro es un animal al que recurre la gente que quiere ser Amo, Dueño, imponerse, sentirse respetado. Y un segundo después recordé que, al menos de la boca para afuera, para todos los integrantes de la casa, el perro "formaba parte de la familia".

La misma gente que me acaricia y me saca a pasear, me pega si tomo una decisión que no es compartida (ese sanwich no me iba a caer mal; vivo comiendo lo que encuentro en la calle, sobre todo cuando salgo con el paseador, que no presta atención a lo que hago como mis dueños y por ende, me da más libertad).

Ya toleré muchos golpes. La próxima vez que me peguen injustamente, ya no voy a gruñir. Me haré valer. Es preferible morir de pie que vivir echado.

"Se volvió peligroso y no tuvimos otra opción...", explicamos al resto de la "familia", días después.

viernes, 8 de mayo de 2009

Alto divague de mi individuo

Cuán difícil de manejar esta gran parte del Todo que conforma esto que soy, cuando durante un instante, al mirarme al espejo, descubro que mi imagen se ha desvinculado de mi individuo. Veo una imagen que nada tiene que ver conmigo. Durante ese instante, yo no soy yo.

Es un choque casi tan potente como intentar forzar una sonrisa frente al espejo del baño, en el peor llanto de angustia del año (he podido corroborar que aumenta el efecto del shock dependiendo del grado de angustia que uno maneje al momento de mirarse al espejo).

Muchas veces lo intenté pero pocas pude realmente terminar de formar la sonrisa. Y fue un Momento, cuando me ví sonriendo y sintiéndome la peor mierda del mundo, todo al mismo tiempo. Esa risa, en ese contexto, no puede no adoptar características macabras a los ojos de cualquiera que se vea reflejado, autobardeándose*.

Es la contradicción personificada, es un momento de una repentina e inmensa sensación de inestabilidad; una mezcla estilística con efectos anímicos y vaya uno a saber de que otra índole que quizá afloren en unos años, pudiendo ocasionar, por ejemplo, efectos negativos en mi cabellera. Podría llegar a perder el pelo. Devastadores podrían llegar a ser los efectos.

“¿Y para qué carajo hacés eso?” La verdad, no tengo ni la menor idea.


* burlándose de sí mismo