miércoles, 25 de marzo de 2009

A mi hoja en blanco

De tanto verte, de tanta incansable permanencia, no puedo negar que con el paso del tiempo hemos ido generando una relación cada vez más estrecha. Claro que al principio todo fue más conflictivo. Yo queriendo escapar de vos, salir de esa situación tan angustiante. Y vos siempre inmutable, siempre igual, todos los días y todas las noches.

Y yo mirándote a veces con desmedida paciencia, a veces muy de frente, sin quitarte los ojos de encima, como haciendo fuerza. Y a veces de reojo, antes de apoyar el mate en la mesa, o deteniendo un instante mi mirada sobre tu pálido perfil y luego huyendo mis ojos hacia la ventana del balcón, buscando entre las ramas de los árboles, secas en invierno y verdes en verano, ese detalle que despierte lucidez, esa pequeña pista que clarifique el rumbo, esa llave, esa idea que destape los ojos, ese aire que despeje el humo y permita ver con nitidez.

Indefectiblemente se van perdiendo las fuerzas y las ganas de pelear. Pero algo extraño sucede al emulsionar el tiempo con relaciones cíclicamente monótonas: cosas que en un momento uno busca tener lejos, poco a poco, la costumbre va amigando y lo que era insostenible, se va transformando a través de días y noches de hastío y repulsión en algo demasiado conocido, en algo que de tan conocido en ocasiones especiales se viste de ameno e incluso seduce.

Lo que es conocido no asusta y como miedo me sobra, quizás sea la mejor opción quedarme mirándote en blanco, antes que enfrentarte y confirmarme vencido.

Música portátil

Indefectiblemente, se suba uno al medio de transporte que se suba, encontrará un grupo de personas conectadas a su mp3,4,5 o celular con reproductor de música.

Dependiendo de la hora y del medio de transporte, pueden encontrarse incluso otros individuos que también escuchan música, pero a través de sus nuevos reproductores portátiles con parlantito incorporado de potente volúmen, pero que únicamente reproduce un rango reducido de frecuencias agudas, lo que los dota de un estridente sonido molestamente chillón, únicamente disfrutado por el DJ ambulante de turno y a lo sumo algún amigo.

Independientemente de la presencia o no de un DJ ambulante en las inmediaciones del medio de transporte, tanto las caras de quienes están escuchando música con auriculares como las del resto del pasaje, no exultan precisamente de alegría. Inclusive alguno un poco más osado podría llegar a afirmar que la gente, esté en un medio de transporte o esté en la calle, tanto los que escuchan música, como los que no, presentan una homogenea cara de culo.

En las épocas en las que no me robaban tan seguido los reproductores portátiles de música (empezando por el rebobinable walkman, hasta las actuales maravillas miniaturas mp... uno vaya a saber que número, de vaya uno a saber cuanta capacidad de almacenamiento) y caminaba por la calles escuchando la música que disfrutaba escuchar, al volúmen que me gustaba escucharla, caminaba feliz.

No importaba tener que acarrear el ladrillo rebobinable a bic o lapiz biselado, con su inconfundible soplido... ese bzzzzz por detrás de la música y sobre todo entre los temas. O el medio kilo de discman Panasonic plateado, alimentado con dos pilas doble AA, que te daban unas pocas horas de reproducción teniendo activado el bass boost y el entonces novedoso modo anti-shock, imprescindible para cualquier deportista extremo que quisiera saltar de un barranco escuchando su cd musical como vendía la publicidad, o a cualquier persona común que quisiera caminar por la calle con su discman sin que el disco saltase.

El placer de moverse musicalizado, todo lo valía. La música transformaba toda esa realidad que me rodeaba en una gran ficción de la que yo formaba parte y en ocasiones era protagonista.

En la última película que venía protagonizando por la calle, un muchacho detuvo mi camino y dijo algo que no llegué a escuchar. Me saqué los auriculares y el muchacho repitió aquella frase que transformó la película de ficción a documental de autor en un segundo: "Dame todo, gato, o te corto la cara".

Miau, dije, y le entregué mi reproductor de música al muchacho (sintiendo que le estaba entregando muchísimo más). Apenas lo tuvo en sus manos, me dijo que caminara sin correr hasta la esquina y doblara sin mirar para atrás. Maullé nuevamente y empecé a caminar. Al doblar la esquina, yendo a contramano de mi casa, caminé como sonámbulo durante cuadras.

Esa noche, con las piernas cansadas, recordando lo sucedido, una pregunta sumamente poco importante (a las que con el tiempo uno se va acostumbrando) se apoderó de mí: ¿estaría el muchacho en este momento escuchando mi selección musical en mi reproductor de música?
La respuesta con más quórum rondaba en torno al no positivo. Muy probablemente a esta altura el reproductor con su música y auriculares habían metamorfoseado en algunos papelitos o cualquier otra cosa de interés o necesidad de su nuevo dueño, por valor de no más de $30.

Pero quizá y solo quizá, en el viaje a venderlo, el muchacho urgó en el aparatito a ver si encontraba algo de música de su agrado. Me lo imaginé masturbando el botón "next album" incansablemente sin encontrar nada de su gusto. Me imaginé incluso diciendo para sus adentros: "que mal gusto el del gato éste". Y me imaginé su expresión y descubrí que esa cara de culo con auriculares la tenía vista de algún lado...