miércoles, 12 de enero de 2011

Como dijeron alguna vez Los Piojos: "Tan solo..."

Con lo básico. Con solo mostrar que hay una conexión. Que más allá de la interferencia, algo de la señal llega. Que importa aunque sea un poco lo que pasa del otro lado. Que se entiende la envergadura de lo que del otro lado se siente, que es tan distinto y tan distante, tan incomprensible como conocido.

Tan solo con eso.

martes, 24 de agosto de 2010

"¿Papa negra, o papa blanca?"

Una pregunta tan simple: ¿papa negra o papa blanca? ¿De que estamos hablando? ¿Son dos tipos distintos de papa? ¿Las cultivan a distinta altura? No, no. Nada de eso.

Recordé aquel momento, aquel día en el que al ir a comprar por vez primera un kilo de papa, me di cuenta de que el mundo era mucho más complejo de lo que creia.

Primero se caen los ídolos, después se caen las esperanzas. Después quizás se recuperan por un tiempo si los cambios de rumbo traen aires nuevos.
Se vuelven a perder al confirmar que esos aires eran solo las ganas de que soplaran. Se pierde la ingenuidad. El miedo al fracaso se muda al departamento de al lado. Todo puede llegar a ser muy grave.

Pero el día en el que uno se da cuenta de que la diferencia entre la papa negra y la blanca es que a la blanca el verdulero la ha lavado, un grave dilema moral atraviesa:

¿Valoro su trabajo, señor verdulero y le pago esa diferencia aunque al final yo pele la papa antes de hervirla y me importe tres carajos si tiene tierra o no?

Esa pregunta de pronto queda congelada, colgando de los tubos de luz del supermercado chino en el que me encuentro.

En el transcurrir de la pregunta del verdulero, leo en cámara lenta ambos carteles: La diferencia entre las papas negras y blancas es de un peso cincuenta por kilo. No es tanta la diferencia pensándolo en abstracto, pero remitiéndome a hechos recientes, acabo de descartar los mini nugatón frente a la tableta de arroz dulce marca "Shinoi" por ahorrar un peso ochenta.

La pregunta que cuelga congelada de los tubos de luz hace que estos cedan y caigan sobre el verdulero y sobre mi. Chispas sobre las zanahorias y los racimos de radicheta y los zapallos cortados en rodajas. Todo se pone muy heavy. "Es usted la representación perfecta de dios, señor verdulero", vocifero descontrolado.
"Usted es el creador de las papas blancas".

miércoles, 4 de agosto de 2010

Watto (el porque de ella)

Viviendo porque es lo que está destinado y cuesta tanto revertir. Adaptándose a la situación en la que se está sin pedir más, sin gritar porque no hay quien escuche. Sin darle la razón porque es lo que pretende el silencio. Sin moverse porque no hay lugar mejor que el calor de estos 60 watts. Incómodo. Así vive ella. Así vivo yo. Ahí esta el porqué del amor a este animal.

viernes, 9 de julio de 2010

Alivio

¿Cómo seguir luchando por mantener la cordura cuando uno, cansado, luego de un arduo día de trabajo, pensando en acostarse, en taparse hasta el cuello y que la noche sea eterna, toma el cotidiano tubo de pasta dental Colgate y lee al dorso: “En Chile: para mayores de 6 años”?


El primer razonamiento tiene poco que ver con nada que pueda ser descripto, y mucho menos mediante un teclado. El segundo, tiene que ver con ideas cercanas a la ciencia ficción, sobre una naturaleza distinta de los niños chilenos respecto del resto de los niños del mundo, desencadenando en imágenes de chilenos de cinco años y trecientos sesenta y cuatro días de vida vaciando tubos de Colgate en sus bocas.

El tercero, ya no tiene que ver con la razón. Tiene más que ver con una sensación de alivio. Un alivio semejante al que puede sentir un africano desempleado que descubre la fórmula de la tinta flúo para tatuajes: ahora la raza negra podría disfrutar de garabatearse el cuerpo como todos los demás. Sería considerado un ídolo, un estandarte entre los suyos, contribuyendo a una lucha que nunca termina, sumando su granito de arena contra la discriminación.


Pero más allá de todo eso, pensemos en el rédito económico de tal hallazgo para el pobre africano. Y más teniendo en cuenta el reciente Mundial, mediante el cual los habitantes de Lesotho, gracias a Coca Cola, conocieron nuestros cánticos, nuestra pasión por el fútbol, a Di María.
Cuántos africanos habrán visto los antebrazos tatuados de Di María mientras intentaba adaptarse al planteo táctico que el Diego pretendía y habrán soñado con hacer la gran Michael Jackson y desteñir el color de su piel para poder ellos también transformar sus antebrazos en obras de arte.


Un alivio semejante al de saber que millones de personas en todo el mundo no me han visto comerme los mocos como le sucedió a Joachim Löw.


Alivio por ya no tener que seguir luchando por mantener la cordura, cuando uno, cansado, luego de un arduo día de trabajo, piensa en acostarse, en taparse hasta el cuello y que la noche sea eterna.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Firma y aclaración

Alguna vez me sorprendió que mi abuela firmara los mensajes en el contestador telefónico.
Un mensaje para mi papá, termina, por ejemplo: "...besote, mamá".
La primera vez pensé que se estaba mandando un beso a ella misma.

Incluso recuerdo que alguna vez se habló del tema en una cena en casa: ¿Que sentido tenía firmar un mensaje del cual no había duda alguna a quién pertenecía? "Y bueno, la abuela tiene esas cosas", creo que dije en aquella oportunidad.

Hoy tomé conciencia leyendo un mail (de un amigo del cual no dejo y creo no dejaré de aprender nunca) que yo siempre firmo los mails que envío a gente con la que me escribo cotidianamente, como si hubiera alguna duda de quién es el que lo envía.

Mi abuela probablemente firma los mensajes telefónicos por la costumbre de firmar cartas. Exactamente eso es lo que me pasa a mí con los mails (por haber firmado otras cosas, porque debo haber escrito veinte cartas en toda mi vida).

Estas son las cosas que siento me permiten vivenciar en carne propia, lo que será inevitable.
"Y bueno, el abuelo tiene esas cosas".

Mati.

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miércoles, 15 de julio de 2009

"No hay mal que por bien no venga", a prueba...

Mi abuela Chiqui es de las que piensan y profesan que: "No hay mal que por bien no venga".

Un día llega una carta de Osde (mi obra social).

Habré usado la tarjeta de Osde unas tres veces en mi historia. Gracias a dios no tuve mayores inconvenientes de salud hasta ahora.

Mi padre me informa que cuando cumpla los veintiseis años, paso a ser "independiente del Grupo Familiar". Dicho así suena bien, pero no es lo que parece.

El tema es que dejo de estar cubierto por el plan familiar y paso a "pagar" como independiente. "No tenés ningún beneficio por haber sido de Osde, pagás como cualquier independiente". Agradecí el informe a mi padre y me metí en mi cuarto. Apunté al paquete de Marlboro, pero cuando me puse el cigarrillo en la boca, me sentí como muy frágil e indefenso sin mi Plan 210 (que siempre pensé que con un número tan alto, debería ser grosso, pero ahora me entero que es el plan más tranca de todos).

Lo concerniente a mi salud, desde el 3 de septiembre se convierte en una responsabilidad, en un peso... en otras palabras, empieza a costarme dinero (o la carga de que otro lo ponga por mi, que "cuesta" más aún) y este cigarrillo me empieza a parecer demasiado caro.

Tengo unos meses hasta mi próximo cumpleaños. Le dedico unas caladas de Marlboro a mi tarjeta de Osde, a la que miro ya con nostalgia, la guardo en la billetera, y me siento a escribir.

lunes, 25 de mayo de 2009

El paisaje de lo Imposible

Me despierto agitado. No veo luz a través de las rendijas de la persiana. Apago el despertador.
Es demasiado temprano para llamarla, así que me preparo unas tostadas y un café con leche. Me acosté hace dos horas, por eso no tengo ganas de ir al baño, reflexiono mientras la taza gira en el microondas. Abro la puerta del patio y salgo. Está oscuro y hace frío. Mucho más del esperado para ésta época del año.

Me siento y en ese mismo instante el cuerpo me tiembla en un fuerte escalofrío. Los músculos de la cara y el cuello pierden la tensión y la cabeza cede a la fuerza de gravedad. En un intento desesperado por erguirla, me pongo de pie golpeando con la rodilla la pata de la mesa, volcando el café. Consigo estabilizarme. Suena el celular en mi cuarto.

No había ningún cambio en lo planeado, sólo llamaba para corroborar que estuviera despierto y recordarme en tres oportunidades que no olvidara el bolso. Le dije que la amaba y corté.

Dudo si bañarme o no. Concluyo que no tiene mucho sentido. Abro el placard y tomo el bolso. Voy a dejarlo junto a la puerta. No lo recordaba tan pesado. Vuelvo a la cocina, me siento y enciendo un cigarrillo. Amanece.

Llego diez minutos antes de lo arreglado. Aunque desayuné una hora atrás, tengo hambre. Salgo del auto y compro un desayuno para llevar en el Mc Donalds.

Al salir, la veo caminando en dirección al auto, envuelta en su inflado camperón negro. Cruzo la calle.

Ella está histérica. Me dice que no pudo dormir nada, que le duele todo el cuerpo, que no era así como lo había imaginado. Me dice muchas otras cosas que no entiendo, pero tampoco le doy importancia. Es evidente lo que le pasa: tiene miedo.

Le recuerdo lo mucho que ansiamos hacerlo. La beso y le digo que yo también tengo miedo, que me tiemblan las manos, pero que a su vez siento una energía que nunca antes había sentido.

Me responde que no tiene miedo, que solo está nerviosa, que no pensaba cancelar nada y que el que tiene miedo soy yo. Le pregunto si no quiere desayunar en Mc Donalds.

Nos subimos al auto. Ella deja la cámara de fotos sobre la guantera y me pregunta donde está el bolso. Le respondo que en el asiento de atrás. Lo agarra y lo apoya sobre su falda. Me sorprende la facilidad con la que lo levanta.

Llegamos a Constitución ocho menos cuarto. Gente, gente y más gente. Pongo la baliza y freno el auto. Los dos nos quedamos en silencio, mirando a nuestro alrededor. Te dejo entre los dos árboles, le digo señalando la vereda de la estación. Contás hasta diez y volvés. Hasta diez, le repito. Ella asiente con la cabeza y abre el bolso. Arranco el auto y lo freno entre los dos árboles.

Saca la ametralladora del bolso, abre la puerta y baja. Sube a la vereda y grita "uno" y comienza a disparar. La primera ráfaga solo impacta a dos o tres. ¡Más abajo! grito desde el auto.

La segunda ráfaga es mucho más certera. Caen al piso de a decenas, mientras sigue contando, intercalando entre los números, gritos animales, indescriptibles. Siete, grita.

Manoteo nerviosamente la palanca de cambios. La paso de primera a punto muerto.

El cartucho se acaba cuando termina de gritar ocho. Mira el arma, aprieta el gatillo sistemáticamente pero nada pasa. ¡Vamos!, le grito. Ella no reacciona, sigue apuntando, intentando disparar, gritando desaforadamente y agitando la cabeza hacia los lados.

Bajo, la agarro de los brazos y de un fuerte empujón la siento en el auto y cierro la puerta. Tomo la cámara de fotos y encuadro el paisaje. Lunes, ocho de la mañana y ni un alma en Constitución.